Mi nombre es María Centeno y actualmente vivo en Guadalajara, España.
Nací en un pueblecito humilde de la provincia de Cuenca en Ecuador donde residí junto a mi familia la mayor parte de mi vida. De humildes orígenes, crecí en el seno de una familia típica ecuatoriana donde pronto se me enseñó el respeto que se le tenía que dar a las cosas de Dios.
Todo cuanto recuerdo de mi infancia y juventud en relación a cómo eran las cosas de Dios eran las enseñanzas que los católicos nos daban respecto al respeto que debíamos tener hacia la figura del cura, las misas dominicales y todos los rituales que se llevaban a cabo en la iglesia. Por aquel entonces “ser bueno” consistía en respetar estas cosas, rezar a los santos, a la virgen María y al mismo Jesús, confesar al cura nuestros pecados y ya era suficiente. Estas eran las herramientas que teníamos a nuestra disposición para estar en paz con Dios.
Un día, a los 42 años, comencé a tener dolores que poco a poco y durante tres largos años se fueron expandiendo por todo mi cuerpo. Fueron años duros en los que las visitas al médico fueron bastante frecuentes.
Estrés en unas ocasiones, reumatismos en otras y hasta descalcificación de huesos a mi temprana edad era lo que una vez detrás de otra me diagnosticaban sin que hubiera solución para los terribles dolores que sentía.
Yo no era una mujer que soliese quejarme cuando me dolía algo, de hecho mis nueve hijos dan testimonio de que esto es así. Siempre llevaba el dolor en silencio pero esta situación se estaba convirtiendo en insostenible.
Recé a la virgen, a los santos y repetí una y otra vez las oraciones que el cura de mi pueblo me decía pero no sucedía nada en mí, ni el más mínimo atisbo de cambio en mi estado de salud.
Cerca de los 45 años, y cuando mis dolores estaban próximos a su punto más intenso, Vicente, un cristiano evangélico que vivía cerca de mi casa comenzó a predicarme la Palabra. Comenzó a decirme que Jesucristo estaba vivo, que no estaba muerto, que la cruz y la tumba en la que fue puesto estaba vacía y que Él era el Médico de médicos. Vicente insistía en que en Jesús había poder para sanarme de mis dolencias y que me iba a sanar si confiaba en Él.
A ser sincera yo estaba muy confusa. Siempre me había creído una persona religiosa y fui fiel al catolicismo en todo cuanto entendía que me correspondía hacer a mí pero nada de aquello me estaba funcionando.
Esa noche, estando sola en casa y antes de irme a descansar levanté una oración sincera como nunca creo haberla hecho hasta ese instante. Esta vez no era un rezo repetitivo sino unas palabras que salían de mi corazón fruto de la desesperación que sentía. Mis palabras fueron: “Señor Jesús, enséñame porque estoy confundida”.
Las horas pasaron y el cansancio hizo presa de mí, de manera que decidí irme a dormir. Esa noche, en mitad de mis sueños, sobre las cuatro de la madrugada, tuve un sueño en el que vi abrirse al cielo como si de una cortina se tratase y a Jesús mismo descendiendo mientras me decía “Ven y sígueme” me decía que Él era el verdadero Evangelio.
A la mañana siguiente, nada más despertarme fui a coger mi vieja Biblia y leí el versículo de Mateo 4:19 donde precisamente el Señor Jesús le dijo a varios de sus discípulos: “Venid en pos de mí, y os haré pescadores de hombres”.
Algo comenzó a cambiar dentro de mí desde aquel preciso instante. Un deseo intenso de conocer a Jesús comenzó a cobrar fuerza dentro de mí y un hambre voraz por estudiar la Biblia hizo que pasara horas y horas leyéndola en casa, incluso por las noches cuando no teníamos más luz que la que las velas me proporcionaban.
Milagrosamente los dolores comenzaron a remitir y a medida que desaparecían crecían mis ganas de conocer al Médico de médicos. Ese hambre me llevó a buscar la fuente del Amor y la Misericordia y a compartir las cosas hermosas que me estaban sucediendo hasta el punto de que varios años después, a pesar de muchas pruebas y oposiciones, mi marido recibió a Jesús en su corazón así como la mayoría de mis hijos.
Hoy soy feliz junto con mi esposo y los hijos que aún viven con nosotros en casa y agradezco a Dios todas las cosas que ha hecho conmigo y aquellos a los que quiero. Hoy doy testimonio de que ciertamente Jesús es el Hijo de Dios y que en Él hay poder para ayudarnos cualquiera que sea nuestro problema.